Morir sin permiso
Muchos ataques de ansiedad de los trabajadores del centro de atención telefónica venían producidos por una mala gestión a la hora de tratar con el público. Cuando la clientela llamaba a su departamento era para emitir quejas, así que se daba por hecho que cuando sonaba el teléfono, al otro lado del aparato habría alguien molesto. Siempre era desagradable, a no ser que cada día fuera una nueva oportunidad para marcarse un nuevo reto y así poder sacar lo mejor de sí. Él sabía que el teleoperador, como cualquier otro trabajador que tratase directamente con el público disgustado, no podía tomarse como personales los insultos que le referían. Estaba acostumbrado a que se cagasen en sus putos muertos o en su puta madre casi nada más iniciar la conversación, con el interlocutor sin siquiera haberle expuesto con exactitud la dimensión de su queja, y así poder solucionar el problema. Cierto que estas situaciones para nadie eran agradables, sin embargo, en los cursos de formación para el puesto de teleoperador ya les habían informado de que esta circunstancia sería el pan nuestro de cada día. Se les había instruido desde el principio para no tomarse los insultos como algo personal. Tenían que entender que estaban en un puesto de trabajo, les tocaba tratar de calmar a quien efectuaba la llamada y hacerle ver que la empresa sentía mucho su disgusto y empatizaba plenamente con su demanda. Por fortuna, no era siempre así; muchas veces, los días se sucedían sin tener que hablar con personas que les faltaran al respeto de forma grave y grosera.