Morir sin permiso
El día que le dieron el alta y por fin pudo regresar a su casa, a Óscar le sobrevino una angustia que no supo definir. Maite aparecía todos los días en su habitación, lo hacía siempre después de trabajar, así su madre podía ir a casa y darse una ducha. Él la tenía siempre ahí. Ahora cabría la posibilidad de que, por un proceso natural, dejara de verla. Sentía una concatenación de emociones por la mujer a la que intentó ayudar en la calle. También por aquella dulce mujer que cada día fue a visitarlo, con la que se divirtió tanto y que logró sacar lo mejor de sí. No con todo el mundo le salía esa espontaneidad, no con todos estaba ágil de mente, y eso que había estado en coma.
Sentía como si un gran vacío se apoderase de él. Se dio cuenta de las buenas migas que hacían la enfermera y su madre. Esta vez no fue su madre la que había intervenido a la hora de escoger una mujer para él. Los había visto reír y disfrutar con cualquier cosa. Eso le había proporcionado una seguridad que, en ese momento de alta médica, podría derrumbarse. No sabía cómo decirle que deseaba continuar viéndola. Él, un hombre tan avispado y audaz, rápido en encontrar la palabra idónea para hacerla reír, se convertía ahora en un hombre apocado e inseguro. No sabía cómo decirle que necesitaba verla.